De Sade, sus biógrafos dicen que fue, por supuesto, sadomasoquista, invertido, pedófilo, sodomita, fetichista, invertido pasivo, impotente... Todo vale para calificar la sexualidad de Sade, unos ponen el acento en unas desviaciones y otros en otras. El cúmulo de desatinos se ha ido sumando en los intentos de convertirlo en un monstruo.
Todos sus biógrafos se ha esforzado en sumar perversiones. Un botón de muestra, una insinuación de Lever:
Otra particularidad: la Beauvoisin está embarazada de más o menos un mes cuando Donatien se convierte en su amante. Después de Jeanne Testard, es la segunda vez que Donatien desea a una mujer encinta. Se le conocerá otra amante en el mismo estado diez años más tarde, en Italia.
¡Que me ahorquen si a alguien puede producirle morbo una embarazada de un mes! Rectifico, que me corten las uñas de los pies, porque todo es posible en cuestiones de sexualidad. En todo caso, a Lever puede parecerle aun más perverso ese tipo de fetichismo: embarazadas de un mes que todavía no saben que están embarazadas; porque es probable que ni la Beauvoisin estuviese segura de su embarazo.
Lever, a parte de ser un fantasioso contumaz, es un mojigato. No es una particularidad, es normal que una embarazada pueda despertar el apetito sexual. Es tal la serenidad, la placidez, la alegría que irradia una mujer embarazada que no es extraño que una mujer embarazada aumente sus atractivos; y que esa curva, que puede parecernos antiestética fuera de ese estado, asociada a ese alo de placidez y serenidad llegue a convertirse en fetiche de nuestras obsesiones sexuales. Las hay más extrañas, lo sé por propia experiencia.
Me vas a perdonar si relato un suceso de mi juventud, está referido a mi objeto fetiche: las blusas de lunares rojos (tengo otros); tienen que ser rojos, los verdes me inhiben.
Siendo joven pasó delante de mí una muchacha de más o menos mi misma edad, vestía una blusa de lunares rojos (entonces desconocía que me atrajeran tanto los lunares rojos). Sentí una atracción irresistible hacia ella. Era media tarde, en una calle concurrida, la seguí procurando que ella no me descubriera, me habría sentido tremendamente ridículo si lo hubiese hecho. La seguía a cierta distancia y, entre la gente, me guiaba por los lunares rojos de su blusa. Llegó a entrar en un portal, y como en el primer piso estaba instalada una academia de idiomas deduje que estudiaba en ella. Me informé en qué clase estudiaba y me apunté a la academia, no me costó trabajo convencer a todos sobre mi interés en dominar un idioma. Trabajé duro durante mes o mes y medio para conquistarla, no tanto para aprender el idioma, y vivimos un romance apasionado que aun hoy recuerdo, pero que no pasó a de ahí porque pronto me demostró que no era la mujer de mi vida. Debo reconocer que puedo perder la compostura por una mujer que vista una blusa de lunares rojos, y siempre he procurado, sin descubrirme, que mis compañeras tengan entre la ropa de su armario, al menos una blusa de lunares rojos. Así es que a mí eso del fetichismo no me resulta nada extraño.
Aun puedo narrar otro caso de fetichismo, el de un conocido. Su fetichismo, que luego me he enterado que está muy extendido, lo lleva a practicar el sexo en los vestidores de las tiendas: cuanto más pequeña es la tienda y más desocupados están sus dependientes, más le excita. Pero a él, este fetichismo llegó a condicionarle la vida. El mismo me comentó que no tuvo nunca problemas para que sus parejas practicaran el sexo en los vestidores, se excitaban rápidamente a la primera insinuación; pero como es de carácter tímido, al salir del vestuario se sentía tan cohibido que compraba tres o cuatro prendas para vencer su timidez, llegó a tener problemas económicos.
La última vez que le vi me comentó que había asistido a una terapia de grupo y que había logrado superar su problema. Ahora, su pareja y él, van de compras cada cuatro o cinco semanas y practican el sexo en el probador que más les excita, pero ha vencido la timidez y ya no sale de la tienda cargado de bolsas. Se lo pasan muy bien, me dan envidia, y en vista de los buenos resultados que ha obtenido mi amigo con la terapia de grupo, me estoy planteando asistir también yo a una de esas terapias: me preocupa que porque una mujer vista una blusa de lunares verdes deje de parecerme atractiva. Y ¡maldita sea! a mi alrededor abundan las mujeres a las que les gusta vestir prendas de lunares verdes; únicamente mi pareja y una muy buena amiga, Carmen, parecen coincidir en gustos con mi objeto fetiche.
Hasta aquí mi experiencia personal. Creo que hoy se está llegando a comprender que la sexualidad es algo muy complejo, que cada uno afronta su sexualidad más como puede que como quiere, que no es un acto volutivo, que juegan fuerzas superiores que escapan a nuestro control, algo que Sade intuyó hace más de doscientos años. Y lo que me parece más importante, que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia sexualidad diferente a la de los demás, que únicamente un necio considera depravaciones aquellas prácticas que se apartan de su modelo de sexualidad, cuando lo más probable es que su único y dudoso mérito sea el haber ajustado su sexualidad a las convenciones. Hoy se tiende a pensar que no existen las desviaciones sexuales y que cualquier peculiaridad únicamente debe de ser tratada si el sujeto entiende que esta peculiaridad le está limitando. Un hombre que sólo puede practicar sexo cuando la mujer viste un sujetador negro tiene un problema (tiene un problema si su pareja no consiente en ponerse un sujetador negro), pero que a un hombre le exciten las embarazadas no es ningún problema ni ninguna desviación. No evitar a las embarazadas, hacer el amor con una embarazada si surge la oportunidad, ni es problema, ni es desviación, ni es inmoral. Sería un problema si se convirtiera en obsesión y obligase a cometer indignidades.
En cuanto al sadomasoquismo es una practica habitual que muchas parejas practicamos; he disfrutado cuando mi pareja, en alguna ocasión, en el momento de alcanzar el clímax, me ha clavado las uñas en la espalda hasta el punto de producirme sangre (por ejemplo), esto ha provocado mi propio clímax. Tampoco es raro que en los juegos-peleas preliminares nos causemos algún daño (relativamente leve, pero daño). Sería un necio si considerase una desviación un sadomasoquismo distinto al que practico, más enérgico o más imaginativo; mayor necedad sería considerarlo una depravación.
Considero que existe... un mal entendido, una confusión o un malintencionado paralelismo entre lo que se entiende hoy por sadomasoquismo y lo que se entiende hoy por sadismo. Lo que se entiende hoy por sadismo es una perversión repugnante: Infringir dolor, dolor sumo, al que frente a ti, indefenso, está obligado a recibirlo, incapaz de repelerlo o zafarse de él. Los torturadores practican el sadismo. Sade describe perfectamente, detalladamente, el sadismo. En cualquiera de sus grandes obras podemos encontrar numerosas y espantosas escenas de sadismo, es el tema principal de estas obras. Escojamos cualquiera de estas escenas y veremos que no han perdido vigencia, describen a la perfección las claves del sadismo, cualquiera de ellas es una metáfora de los vergonzosos acontecimientos que se han repetido en la historia de la humanidad y aún hoy se repiten. La escenificación, el aislamiento de las victimas, el placer de los verdugos humillándolas, su obsesión por todo lo relacionado con el sexo, nada escapó a la capacidad de observación de Sade. Lee una de estas escenas al azar y contrástala con lo acaecido tras los golpes militares de Chile y Argentina, o con la cárcel de Abu Ghraib y el campo de concentración de Guantánamo (por ejemplo). Observa la actitud de satisfacción de la soldado ........ frente al preso humillado y te encontrarás con la satisfacción de los héroes sadianos frente a sus victimas; compara unas vejaciones y otras; descubre como en todos los casos se crea un recinto para aislar a las victimas, donde hasta su muerte puede ser ocultada; y medita sobre si es pura coincidencia que Sade identifique los abusos de poder con humillaciones sexuales, y que los verdugos utilicen la humillación sexual como arma máxima para envilecer a sus victimas. Eso es el sadismo, eso es lo que Sade denuncia en sus obras. Ahora compara los sofismas de los héroes sadianos y los sofismas con los que se justifican los actos sádicos. La misma actitud de prepotencia y cinismo encontrarás en unos y en otros. Quizá sea esta la característica más sobresaliente y preclara de la obra de Sade. No ya la descripción de los actos sádicos sino la capacidad de captar y plasmar en sus obras el carácter cínico de los sádicos.
Lo que se ha dado en llamar sadomasoquismo: el azotar o hacer que te azoten alrededor de una cama, eso es salud. Que hay quien lo lleva a extremos en los que puede poner en peligro su salud, bueno, también hay quienes abusan del azúcar con iguales riesgos; pero eso no significa que el azúcar o el sadomasoquismo sean perniciosos. Aunque a todo podemos encontrar un origen común, no guarda ninguna relación el juego sadomasoquista y el sadismo, ni el uno conduce al otro. Esta ambivalencia del termino sadismo, la confusión que provoca sus dos acepciones es una confusión interesada generada y promovida por aquellos que consideran igualmente censurable el sadomasoquismo y el sadismo, es una clara muestra de la ideologización del lenguaje. Una actividad lúdica e inocua: el sadomasoquismo, nunca debería estar asociada a una depravación infausta y miserable: el sadismo.
Los que se han escandalizado con las obras de Sade han confundido el sadismo, que tan crudamente describe, con el sadomasoquismo, y se han esforzado en confeccionarle una patológica personalidad sadomasoquista (“si tan bien describe el sadomasoquismo es por que es sadomasoquista”. Esto es un simplismo, pero hay gente que es así) que, desde luego, no se corresponde con la personalidad de Sade. Estas mentes estrechas cometen dos errores: no hay que ser un sádico para describir el sadismo, quizá sea sufrir el sadismo lo que más estimule a describirlo; y puesto que Sade describe el sadismo, los que consideran que un autor debe ser lo que describe, deberían demostrar en Sade una personalidad sádica, algo imposible, y no sadomasoquista, algo improbable e intrascendente.
La sodomía es otra perversión que se achaca a Sade. Se tiene conocimiento de los primeros meses del matrimonio Sade por referencias indirectas, vivían con sus suegros y las referencias son de Mme Montreuil. Una de ellas se encuentra en una carta que escribe al abad de Sade meses después de su boda; la encontramos entre otros, en Lever:
«[Renee] Le amará todo lo que pueda, lo cual es sencillo: es amable. Hasta ahora él la ama mucho y no puede tratarla mejor.»
No obstante, Lever no puede permitir que su “monstruo” trate bien a su joven esposa y para impedirlo accede a su dormitorio y nos describe la amarga noche de bodas de la sufrida Renee:
Es legítimo pensar que el marqués no mimó mucho a la criatura que encontró por primera vez en el lecho conyugal y que le hizo sufrir, ya aquella misma noche, las brutalidades que había reservado hasta entonces para las mujeres públicas. Se sabe que sus fantasmas sexuales siempre privilegiaron la sodomía (homosexual o heterosexual) sobre toda otra forma de placer. [...] Sin duda, Mme de Sade se ofreció sin resistencia a las exigencias de su marido. La misma Iglesia recomienda a las esposas cristianas que se dobleguen, y ella lo ha jurado delante de Dios. Una carta de Donatien deja entender claramente que el coito anal era practicado habitualmente por la pareja: “Os beso hasta el fondo de las nalgas —escribe a Renée-Pélagie en junio de 1783— ¡y que el diablo se me lleve si no hago un buen trabajo en honor de vuestro trasero! No se lo digáis a la Presidenta, por lo menos, porque es una buena jansenista y le desagrada que se molinice a una mujer. [...] Pretende que M. Cordier sólo se ha descargado en el canal de la procreación y que quienquiera que se aleje del canal debe arder en el infierno.”[1]
Ciertamente este párrafo me causó preocupación: ¿Habría, en alguna ocasión, obligado a mi pareja a hacer algo que ella no quisiera? ¿Seré un personaje brutal? ¿Practicar el sexo anal con la pareja es someterla a brutalidades que no deberían traspasar el ámbito del prostíbulo? Porque, otra confesión: me entusiasma la penetración anal.
Lever pretende que es legítimo pensar que Donatien ya cometiera atrocidades con Renée desde la primera noche porque una carta da a entender claramente que llegaron a practicar el sexo anal: extraña legitimidad.
En todo caso yo podría ser un bicho raro y mi pareja ofrecerse a mí como una mártir para no contrariarme. En estos casos todos tenemos un amigo al que podemos hacerle cierto tipo de confidencias, recurrí a él. “He practicado el sexo anal con aquellas mujeres con las que alcancé una cierta complicidad y, por lo que pienso, ellas también disfrutaban de la experiencia”. Me dijo. Uno nunca termina de conocer a sus amigos.
Sade, en sus obras, ha alabado en numerosas ocasiones las bondades de la penetración anal. Muchos de sus personajes la prefieren a la penetración vaginal y algunos de los más depravados es la única que practican. El sátrapa Domalce de su Filosofía en el tocador se muestra impotente frente a la vagina de una mujer, no así frente a su culo. Ya veremos que Sade fue un escritor amante de las metáforas. En la composición de sus personajes, Sade utiliza la sexualidad para describir su grado de perversidad: a un personaje perverso le asocia una sexualidad perversa, cuanto más perverso quiere que aparezca frente a nuestros ojos le adjudica una sexualidad más perversa y repulsiva. Pero al margen de estas composiciones, Sade nos ofrece una lúcida descripción de lo que debió significar la penetración anal en su época.
Sade habla a sus lectores de sus ventajas: si una jovencita practica la penetración anal, podrá practicar el sexo tanto como le apetezca de forma muy placentera y llegar virgen al matrimonio; en las relaciones galantes, tanto si es él como si es ella quien está casado o casada, la penetración anal elimina el peligro del embarazo y con ello sus posibles complicaciones; dentro del matrimonio es un eficaz método anticonceptivo; Y también la considera (lo que es lo mismo que decir que “en su época se consideraba”. Esa podría ser una explicación del porqué se practicaba tanto en los prostíbulos) una practica más segura que la penetración vaginal frente a las enfermedades de transmisión sexual. Sade la recomienda para los encuentros ocasionales. A todo esto añade que para la mujer puede ser tan placentero como la penetración vaginal y para el hombre, incluso, más placentero.
La corte francesa, en tiempos de Sade, alcanzó las más altas cotas de nihilismo. Un grupo social cegado, más que nunca, por los placeres inmediatos no se distraía en nada que no fuera correr en su búsqueda. Reinaba madame Pompadour, amante del rey Luis XV, maestra de ceremonias de Parc-aux-Cerfs, escenario de bacanales, modelo a imitar por toda la nobleza. La moral de París estaba a cargo de Santine, teniente general del cuerpo de policía de París (superior del sagaz Marais, a la sazón perro guardián de Sade por encargo de Mme. Montreuil), encargado de entregar los informes más lascivos y morbosos a la casa Real para mayor deleite del monarca y su amante. Unas costumbres tan relajadas en tiempos en los que no existían anticonceptivos generaban un problema: los recién nacidos producto de las relaciones fuera del matrimonio. Aunque el Hospital General de París acogiese anualmente a 6.000 recién nacidos para allí dejarlos morir (únicamente sobrevivían el 10 por ciento a los primeros meses)[2] y éste y otros recursos parecidos fuesen utilizados para paliar el problema, no lo resolvían; un embarazo no deseado suponía un contratiempo: podía pesar cierta repugnancia a dejar morir por abandono al producto de su carne o pesar los inconvenientes de los meses de embarazo (Un amplio vestido y alejarse un poco de las distracciones durante esos meses sería suficiente; las casadas no tenían nada que temer, sus maridos no volvían a conocer su cuerpo una vez éstas le habían proporcionado herederos, y las solteras siempre podrían viajar para cambiar de aires bien para cuidar su salud, bien por cualquier otro motivo. En todo caso, tenían los conventos a su disposición para pasar piadosamente estos meses).
¿Que posición ocupaba la penetración anal en las preferencias sexuales de aquella época? Podremos suponer que la ventaja de evitar los embarazos indeseados la colocarían en un lugar de privilegio. Existen informes policiales de la época en los que se describe como el servicio más solicitado en los burdeles: una muchacha podía ejercer la prostitución durante años y continuar siendo virgen. Pero únicamente por los escritos de Sade podemos deducir que esa practica, castigada con la pena de muerte, estaba perfectamente extendida, al menos, entre la aristocracia de su época.
Sus Cuentos y Fábulas, escritos en su juventud al estilo de Boccaccio, con todas las reservas, podríamos considerarlos costumbristas. Incluyo a continuación uno de ellos: El marido complaciente. No me parece conveniente resumirlo, ni enviarlo a un apéndice, es muy cortito y no tiene desperdicio.
El esposo complaciente[3]
Toda Francia se enteró de que el príncipe de Bauffremont tenía, poco más o menos, los mismos gustos que el cardenal del que acabamos de hablar. Le habían dado en matrimonio a una damisela totalmente inexperta a la que, siguiendo la costumbre, habían instruido tan sólo la víspera.
-Sin mayores explicaciones -le dice su madre- como la decencia me impide entrar en ciertos detalles, sólo tengo una cosa que recomendaros, hija mía: desconfiar de las primeras proposiciones que os haga vuestro marido y contestadle con firmeza: «No, señor, no es por ahí por donde se toma a una mujer decente; por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí de ninguna manera....»
Se acuestan y por un prurito de pudor y de honestidad que no se hubiera sospechado ni por asomo, el príncipe, queriendo hacer las cosas como Dios manda al menos por una vez no propone a su mujer más que los castos placeres del himeneo; pero la joven, bien educada, se acuerda de la lección:
-¿Por quién me tomáis, señor? -le dice-. ¿Os habéis creído que yo iba a consentir algo semejante? Por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí de ninguna manera.
-Pero, señora...
-No, señor, por más que insistáis nunca accederé a eso.
Bien, señora, habrá que complaceros -contesta el príncipe apoderándose de su altar predilecto-. Mucho me molestaría que dijeran que quise disgustaros alguna vez.
Y que vengan a decirnos ahora a nosotros que no merece la pena enseñar a las hijas lo que un día tendrán que hacer con sus maridos.
Está claro que es una parodia, pero absurda e incomprensible si en aquella época, al menos entre la aristocracia, grupo social que mejor conocía, no estuviera extendido el asalto a los más caros altares. Si sabemos leer a Sade, sin verle como un raro depravado obsesionado por las practicas más abominables, adquiriremos un mayor conocimiento de sus contemporáneos, también de nosotros mismos.
Hoy el tema mantiene las mismas incógnitas que en la época de Sade. Probablemente no exista prostituta que no ofrezca la penetración anal entre sus servicios y es secuencia imprescindible en todas las películas pornográficas, pero poco más. Seguimos manteniendo un pudoroso y recatado silencio, parecería que tal practica no ha traspasado los umbrales del prostíbulo. Hagamos un poco de ruido.
Que para el hombre, la penetración anal es tanto o más placentera que la penetración vaginal, es algo que no dudo. En principio está el efecto “mano izquierda”. Muchos hombres sabemos que masturbarse con la mano no usada habitualmente para tal fin produce un efecto multiplicador del placer. Ponerla en un “conducto” inusual produce, igualmente, ese efecto multiplicador. Pero es que el culo (la cola), intrínsecamente, está dotado para ofrecer ese máximo placer. Sade describe el placer que produce a sus personajes enfrentar su miembro a la estrechez y resistencia de ese conducto. Hombres acostumbrados a controlar su eyaculación se verán sorprendidos y se vaciarán al, después de intentos infructuosos para vencer las resistencias, percibir como la puerta se abre suavemente, movida por un músculo poderoso que a continuación abraza con firmeza el miembro; una sensación muy parecida a la penetración vaginal, pero más acusada y exótica. Pero ¿le produce ese mismo placer a la mujer? Para responderme a esta pregunta mi amigo ya no me valía, porque los hombres tendemos a creer que proporcionamos placer a nuestra pareja cometamos las torpezas que cometamos. Recurrí a mi pareja y ella, al día siguiente, me entregó estos folios que, prácticamente sin modificaciones, reproduzco a continuación; me dio más de lo que le pedía:
La conversación que mantuvimos anoche me ha hecho reflexionar y he advertido algo de lo que quizá ya era consciente: lo que es más placentero para mí es a la vez más placentero para ti e, igualmente, lo que es más placentero para ti resulta serlo también para mí.
Al parecer todos tenemos una parte de nuestro cuerpo “especial” y una particular forma de responder a las caricias. Carmen, no sé si haré bien en proporcionarte esta información, me contó que las caricias en el pubis y en el interior de sus muslos le producen una fuerte excitación que desaparece si su pareja sobrepasa estas zonas y alcanza su sexo; por el contrario, a mí me resultaría frustrante que mi pareja lo desatendiera. También me confesó que, sin haberle hablado nunca de esa peculiaridad, su pareja en muy pocas ocasiones la decepcionaba sobrepasándolas. Tú, sin embargo, no sabes hacer el amor sin bañar tu mano en mi sexo.
La mayor excitación la alcanzo cuando me acaricias con firmeza y me muerdes la parte posterior del cuello, en la base de la nuca. Esos mordiscos, que a veces pueden llegar a ser dolorosos, me producen fuertes escalofríos que conmueven todo mi cuerpo y me conducen a tal estado de excitación que abre mi sexo, siento realmente como se abre, anhelando el calor de tu miembro.
También tú tienes tu rinconcito: la oreja. Puedo acariciarla, pellizcarla, lamerla, mordisquearla, ¡incluso retorcerla!, todo me sirve para provocarte el mayor estado de excitación.
Pero ocurre que yo misma experimento un tremendo placer acariciándote, lamiéndote, mordisqueándote o retorciéndote la oreja. Y sé, porque en vosotros esto es muy evidente, que a ti también te excita el mordisquear mi cuello. Por el contrario, ni a mí me excita mordisquear tu cuello ni a ti lamerme la oreja. Yo nunca te mordisqueo en el cuello y tú nunca me lames la oreja. Esta coincidencia sería absurda si no tuviera explicación: nos excitamos excitándonos. Tú te excitas provocando mi excitación y yo me excito provocando la tuya. Recuerdo una ocasión, estaba cansada y mi ánimo afectado por un incidente que se había producido ese mismo día. Te acercaste a mí y me abrazaste por la espalda, como tantas veces. Comenzaste a mordisquear mi cuello, como tantas veces; pero en esa ocasión no me producía ni frío ni calor, más frío que calor. No quise decepcionarte, fingí. Pronto sentí como tu miembro, hasta entonces dormido, hormigueaba por mi espalda. Iba abriéndose paso poquito a poco hasta que aprisionado entre ambos comenzó a palpitar. Ocurrió que esa culebrina moviéndose por mi espalda me excitó y fingí con más fuerzas, ahora con agrado. Me diste la vuelta, te subiste en mí y aplastándome contra la cama me penetraste con furia. A los pocos segundos te encontrabas sobre mi pecho, exhausto. No alcancé el orgasmo, no estaba suficientemente excitada y tu vehemencia me sobrepasó; pero puedes creerme, me sentí plena al recogerte entre mis brazos tras esos breves segundos. Y si esto es tan obvio (te excitaste hasta el punto de vaciarte sin control porque creíste excitarme a mí), el origen de nuestras zonas erógenas fetiche: cuello y oreja, ya no está tan claro: ¿me excita que me mordisquees el cuello porque es una zona especialmente sensible o me excito porque siento como te excita el excitarme cuando me lo mordisqueas? Parece confuso, pero es que es confuso.
Esto del sexo es tan complicado... Nunca te he contado mis complejos de juventud, mi complejo. Había oído hablar del orgasmo, había oído hablar de la gran importancia que otorgabais a nuestro orgasmo. En mis primeras experiencias no conocí nada parecido al orgasmo, pero aprendí a fingirlo. Recuerdo aquella etapa de mi vida con amargura, llegué a pensar que era frígida (terrible palabra), mis encuentros amorosos eran desastrosos. Me complacía el que me acariciasen, que me besasen, sentir el cuerpo de aquel muchacho que se encontraba entre mis brazos. Todo me excitaba y sólo me habría calmado la penetración. Únicamente debería dejarme hacer, no poner barreras a esa mano que avanzaba furtiva, no apartarle de mí en ese momento que consideraba límite para detenerlo, habría sentido su miembro en mi interior y su éxtasis al vaciarse. No soñaba nada más, no anhelaba algo distinto y, sin embargo, una y otra vez rechazaba compartir su éxtasis por miedo a quedar en evidencia. Así, mis experiencias sexuales “plenas” fueron obligaciones ineludibles: embarazosas y frustrantes. Siempre pendiente de cómo y cuándo fingir el orgasmo; todo el placer, toda voluptuosidad desaparecían cuando el miembro de mi pareja se hundía en mi vagina, a partir de ese momento todo era teatro, pendiente siempre de seguir un texto que desconocía.
Lo que siempre me temía se produjo. Acababa de bajar el telón, todo había transcurrido conforme a lo esperado, estábamos los dos tendidos en la cama, él respiraba con dificultad, secamente me dijo: “No finjas, si finges nunca disfrutarás de esto”. Estas fueron exactamente sus palabras, las recuerdo con toda claridad; ni siquiera me miraba, mantenía la vista perdida en el techo. Me sentí humillada, despreciada, sin capacidad para reaccionar, con dificultad pude contener las lágrimas. “No le des importancia. Si ha de llegar, ya llegará. Yo no te voy a exigir nunca un orgasmo, solo que te lo pases bien”. El resto fue todo muy embarazoso. Me irritó su prepotencia ¿podía pensar que volvería a acostarme con él?, ¿permitirse el decirme lo que me exigiría y no me exigiría? Me despedí de él con la intención de no darle la oportunidad de exigirme nada.
No me pidas que te explique el porqué, pero a los tres días estábamos nuevamente abrazados en la misma cama. Fui decidida a no fingir, pero fue igualmente desastroso, aún más desastroso. Sentía sus labios fríos, sus caricias torpes, su fogosidad irritante. Sin intentar penetrarme descendió de mí, respiró profundamente y quedó con la cara hundida en la almohada. Casi como un susurro le escuche: “Ni tanto no tan poco” y me besó en el hombro. Encendimos un cigarro. Mantuvimos una larga conversación, llegué a llorar, el se mostró muy cariñoso y recuerdo que, entre otras cosas, me dijo más o menos esto: “Finge, pero porque a ti te apetezca fingir, nunca fijas para complacerme”. “Todos fingimos, vosotras y nosotros”. “Finge cuando te sientas bien y deja de fingir cuando te sientas incómoda”. “Finge para excitarte y para excitarme, no para demostrarme que estás excitada”. Volvimos a abrazarnos y fingimos como locos entre carcajadas. Desde entonces sí disfruté de una sexualidad plena.
En el tiempo que pasé con él aprendí a teatralizar mi excitación y a disfrutar haciéndolo, a respirar profundamente junto a su oído para disfrutar comprobando como mi respiración entrecortada despertaba su deseo, a clavarle las uñas en su espalda para hacerle perder el control. Me sorprendí al advertir como mis propios jadeos, jadeos fingidos, me excitaban y me obligaban a jadear con más fuerza. Me acercaba a la cama sabiendo que viviría un juego siempre distinto y siempre gratificante. El muy mamón me dejó del modo más convencional que conozco: me dijo que era maravillosa, que lo nuestro había llegado demasiado lejos y que no quería poner en peligro su matrimonio. Nunca alcancé un orgasmo con él; y fue cierto, nunca me lo exigió, siempre se mostró indiferente a ese respecto, no volvimos a hablar sobre el tema. Debo confesar que, internamente, llegué a reprocharle lo que consideraba una falta de consideración, a considerar su indiferencia casi un desprecio; pero vendita indiferencia, me permitía disfrutar de sus orgasmos como si fuesen míos propios, quedar en un estado de placidez comparable al suyo. Tuvo que pasar tiempo para que, ya con otra pareja, sin ser consciente de cómo, sintiese una tremenda convulsión en mi sexo que recorriera como un latigazo todo mi cuerpo.
Me preguntas por la penetración anal. Que esto quede entre nosotros, ya que nunca le he dicho a nadie que la practicamos. Me preguntas si a mí, a las mujeres, nos es gratificante. ¡Que decirte! A mí me resulta sumamente gratificante, pero creo que eso no responde a tu pregunta. Está claro que te excitas mordiéndome el cuello porque me excita que me lo mordisquees, no porque sea excitante mordisquear el cuello. Lo que no está tan claro es el porqué me excita que me lo mordisquees. Si fingiese que me excita que me chupetees el dedo gordo del pie, te excitarías chupeteándomelo, te gustaría chupeteármelo y estoy segura de que llegaría a excitarme el que me lo chupeteases. Mi dedo gordo del pie se convertiría en nuestra zona erógena fetiche. Así, podría ser que fuese tu excitación al penetrarme lo que produce mi placer.
En una ocasión, con una de mis parejas jugué a un juego. Su mano acariciaba mi tripa, habíamos hecho el amor un rato antes. Cuando paró de acariciarme, con mi mano sobre la suya, todavía ésta no había abandonado mi tripa, la conduje obligándola a repetir los mismos movimientos con los que instantes antes me estaba acariciando. Pronto, su mano se movía al ritmo que yo le marcaba. Comenzó a gustarme el juego. En ocasiones obligaba a que presionase con un único dedo, en otras, le obligaba a presionar con toda la mano. Ahora la conducía por toda mi tripa, ahora por las inmediaciones de mi ombligo. Sus movimientos, que eran los míos, despertaron mi placer. Con mi respiración le hice ver el placer que me proporcionaba. Sentí su miembro en mi espalda, eso me proporcionó aún más placer. Me puse boca arriba, abandonada a mis sensaciones, su mano ya se movía con entera libertad, ahora eran los movimientos de mi tripa los que le marcaban el ritmo. Pronto su boca, con lametones, mordiscos y chopetones, vino a sumarse a las manos. En ningún momento dejé de comunicarle mi place cada vez más intenso: con caricias, arañazos, tirones de pelo, hundiendo con mis manos su cabeza en mi ombligo. No alcancé el éxtasis, llegó un momento en el que el juego dejó de interesarme, me enfrié. Retornó la calma, ambos languidecimos uno junto al otro. Más tarde advertí que, en algún momento, él se había corrido.
En la penetración anal, la posición que se adopta puede ser un inconveniente para la mujer. Si bien es cierto que, en ocasiones, permanecer aplastada boca abajo sintiendo tus fuertes acometidas me produce un tremendo placer; en otras, la inactividad a que me reduce llega a producirme frustración. Pero esto es más consecuencia de la posición que del acto. Así, habrás observado que en ocasiones, sin rehuirlo, te fuerzo a que cambies a esa otra posición, más bien que la retomes, en la que usualmente inicias la penetración: abrazados de costado, tú tras de mí. En esa otra posición, si bien me pierdo esa sensación de dejadez que produce permanecer inactiva boca abajo, a cambio, aun con dificultades, puedo acceder a tu cuerpo, acariciarlo y arañarlo; y puedo exigir a tu mano que presione mi sexo y mi pubis con firmeza al ritmo de tus acometidas; también, que atienda a mi tripa, a mis pechos,... que mi cuerpo no se sienta solo. Por lo demás, la penetración me produce un extraordinario placer. ¿Es la propia penetración la que me produce ese placer o es tu excitación, percibir tu placer al penetrarme, lo que me excita y me complace? Cómo saberlo. ¿Era tan placentero para aquel muchacho acariciarme la tripa como para provocarle el éxtasis? ¿Es tan placentero para ti el mordisquearme el cuello como para que pierdas el control a los pocos segundos? Cualquier zona de nuestro cuerpo, cualquier zona del cuerpo de nuestra pareja, cualquier acción que conduzca a tu placer provocará el mío. Si te complaciera que, calzada con unos zapatos de aguja, te pisoteara, me excitaría pisotearte; y si me excitara pisoteándote, te dejarías pisotear con gusto, los límites siempre los pondrías tú o yo. Pero tengo motivos para pensar que la penetración anal, más allá de otras consideraciones, me produce placer. Sentir tu miembro en mi interior siempre me produce placer y sentirlo allí, un lugar tan poco frecuentado por tu miembro, mayor placer. Sentir como mi culo se abre, desatendiendo a mi voluntad, sentir como tu miembro se abre camino entre mis entrañas me produce placer, sentir el ardor de tu pene entrando y saliendo me produce placer.
No, no te permito que me penetres por lugar tan poco piadoso por condescendencia. Como tampoco... Bueno, antes tengo que aclararte algo: conozco tu extraña relación con los lunares rojos. Pienso que contarte lo que te voy a contar será como perderme algo; porque tras ello ya no será lo mismo; pero llevo mucho tiempo mordiéndome la lengua para no contártelo.
¿Por qué te excitan los lunares rojos? Porque sé que te excitan. No me preguntes cómo y cuándo lo descubrí. Hace mucho, desde entonces ha sido ese rasgo tuyo el que más satisfacciones me ha proporcionado. Observaba perpleja como me incitabas a comprar blusas de lunares rojos. Tímidamente, distraídamente, me acercabas a las perchas de las que colgaban prendas de lunares rojos, me las mostrabas para que me las probase, no podías ocultar un cierto nerviosismo. Siempre he jugado a probármelas y dejarlas con desprecio en el primer montón que veía (por dentro me estaba riendo a carcajadas, tendrías que ver tu cara en esas ocasiones), pero tú sabes que siempre en mi armario han estado presentes las prenda con lunares rojos, siempre me he preocupado de que así fuera. También sé que los lunares verdes te inhiben. Porque al principio creía que eran los lunares los que te motivaban y me compré una blusa de lunares verde y ella no provocó los efectos esperados sino todo lo contrario; la arrinconé y no volví a ponérmela. Me ponía de lunares rojos cuando quería sentir tu excitación; en unas ocasiones me ponía los lunares para garantizarme un buen polvo y en otras para asistir complacida a tu cómico estado de excitación tras mis reiterados rechazos. Disfrutaba tanto que no dudé en alimentar tu fetichismo. Procuraba ponerme especialmente atractiva y provocativa cuando vestía de lunares. Cuidaba especialmente cara y pelo; acompañaban a la blusa los vaqueros que mejor culo me hicieran o la falda más sensual; los escotes debían ser amplios, para esas ocasiones compro sujetadores que realcen especialmente esos senos que en no pocas veces dejo que se insinúen en libertad tras la blusa. Casi lloré cuando, de tanto usarla, tuve que retirar una camiseta de lunares rojos que me quedaba muy ajustada, con la que me veía muy guapa. Tu respuesta llegó a asustarme ¿Qué ocurriría cuando te cruzases con una mujer vestida con una blusa de lunares rojos y se te pusiera a tiro? Había llegado demasiado lejos, me dio miedo. Los lunares rojos afortunadamente nunca han estado de moda, no obstante, debía adelantarme a cualquier eventualidad. Lo primero que había que evitar por todos los medios era que las mujeres de nuestro entorno vistiesen en algún momento una prenda de lunares rojos. A Carmen, a la que imprudentemente había comentado tu debilidad, se lo prohibí directamente, nunca a transgredido tal prohibición. Husmeé en los armarios de todas nuestras amigas y con satisfacción no encontré ninguna prenda de lunares rojos. Desde entonces, siempre he evitado el juego de los lunares cuando íbamos ha encontrarnos con alguna de ellas (recuerda, procuro ponerme lo más atractiva posible, había que evitar que pensaran que eran los lunares rojos los que realzaban mi atractivo) y procuré evitar que, por propia iniciativa, comprasen alguna prenda de lunares rojos. Desde entonces las he acompañado en sus compras siempre que he podido. Y ya puesta..., esto sí que no debería contártelo, ¿por qué no ser algo más perversa?, ¿por qué no hacerles ver lo bien que les quedaba a la cara los tonos verdes, en especial los lunares verdes? Lo siento, creo que he hecho de nuestro entorno un infierno para ti; pero salvado el miedo he vuelto a disfrutar con los lunares rojos.
Si te permito que me penetres contra natura no es por complacerte, como tampoco es para complacerte que me visto de lunares rojos. Hoy sentiría un vacío en mi vida si de vez en cuando no te atrajese esa zona de mi cuerpo, como sentiría otro vacío si corrigieras esa desviación fetichista tuya. Ahora hago uso de ella de forma selectiva, cuando quiero jugar a algún juego desconocido e inusual: nunca me has defraudado.
Esto no tiene valor estadístico, pero considero que me legitima para asegurar que es un desatino suponer que se ha hecho sufrir, ya desde la noche de bodas, a esa criatura con la que algún día se llega a practicar el sexo anal, simplemente porque se puede documentar eso, que en alguna ocasión se ha practicado el sexo anal. Sólo un pobre hombre, con muchas limitaciones, inválido para juzgar la sexualidad de nadie, puede sentirse legitimado para pensar tal cosa.
Se ha comenzado el capítulo refiriendo los intentos por mostrarnos al autor de Justine como un depravado sexual. Tantas acusaciones y tan contradictorias sólo encajarían en una persona que practicase el sexo en todas sus formas, algo que algunos consideramos saludable.
Sade no pudo ser simultáneamente: sadomasoquista, pedófilo, fetichista que gozaba con la embarazadas y fetichista que aborrecía a las embarazadas (se ha inventado para él un supuesto complejo de Edipo negativo: amaba a su padre y despreciaba a su madre. Es complejo le llevaría a alejarse y repudiar a su mujer embarazada, asociando su figura a la maternidad) sodomita, homosexual, impotente, libertino, sufridor de un supuesto síndrome de esperma denso que le impedía disfrutar con los orgasmos y los hacía dolorosos... y más. Si lo unimos todo o parte nos da un cuadro imposible. Las patologías sexuales muestran cuadros limitantes, cada una representa la obsesión por una práctica sexual concreta que dificulta la práctica de otras actividades sexuales. Una patología no describe una actividad aberrante, sino la forma obsesiva (si quieres aberrante) de practicar una determinada actividad. La imposibilidad de practicar sexo en una postura diferente a la del misionero sería patológico, no por que practicar la postura del misionero sea aberrante, sino porque limita a quien solo puede practicar sexo en esa postura. La suma de patologías no configura una patología más aberrante; alguien que sufriera el conjunto de patologías sexuales sería una persona totalmente normal que vive una sexualidad plena, al margen de que esa persona, como cualquier otra, pueda cometer o no actos inmorales relacionados con el sexo. Las patologías sólo describen cuadros clínicos, no morales.
Sadomasoquismo:
Excluyamos el juego lúdico de excitar los sentidos hasta el punto de sufrir o provocar dolor, consideremos el sadomasoquismo como una patología, la de aquellos casos excepcionales en los que sólo se alcanza el placer infringiendo dolor o soportándolo. No importa la intensidad del dolor, en muchos casos podría llegar a ser mínima, y no lo confundamos con el sadismo: un sádico no tiene por qué tener un comportamiento sexual sadomasoquista, en la mayoría de los casos su sexualidad será normal o frustrante, pero no sadomasoquista. El sadomasoquista, por esta definición, no podría mantener relaciones sexuales normales o mantenerlas de forma muy limitada e insatisfactoria. Si el individuo practica una sexualidad plena y se complace con episodios considerados sadomasoquistas, nada que decir; su pareja y él se lo pasarán mejor que aquellos con dificultades para escapar de la postura del misionero.
Sodomía:
Lo mismo (voy a ser reiterativo). Si ha alguien le obsesiona la penetración anal hasta el punto de imposibilitarle una vida sexual plena, hay un problema; de lo contrario...
Homosexualidad:
La homosexualidad es una limitación, como la heterosexualidad; pero en este punto lo más limitante es la monogamia que obliga a una estricta definición sexual. Sade no pudo ser homosexual, mantuvo abundantes relaciones heterosexuales satisfactorias, y dudo que fuese bisexual (sólo se conoce, como una posibilidad, relaciones bisexuales en el contexto de una orgía en la que participaron cuatro mujeres y dos hombres. ¡Quién sabe lo que puede pasar en una orgía de ese tipo! No sería significativo, a nadie se le puede definir por lo que ocurre en una de estas orgías), en todo caso, nada aberrante.
Pedofilia:
El pedófilo es un ser repugnante, pero no hay que confundir la pedofilia con las relaciones sexuales entre menores y mayores.
Aquí, voy a valerme de la intuición. Probablemente, la principal característica del pedófilo sea el miedo a mantener relaciones con mujeres (El fenómeno de la pedofilia se da fundamentalmente, o exclusivamente, en la dirección hombre-niña, no porque no se den relaciones sexuales entre mujeres maduras y adolescentes, sino porque el cuadro clínico del pedófilo es característico en el hombre). La barrera que el pedófilo encuentra para relacionarse con las mujeres no la encuentra en las niñas. Y es esa característica lo que hace que, con la forma de acercarse a la niña y mantener relaciones con ella, forzándola o estuprándola, convierte a la pedofilia en repugnante y que en casos se descienda en la edad de la niña hasta extremos aberrantes.
Las relaciones sexuales entre una menor o un menor y una persona mayor es un delito (la relación de un, una, adolescente de quince años y un adulto de veinticinco está considerada como delito de pedofilia), pero esto no quiere decir ni que sean inmorales, ni que sean inapropiadas; habría que individualizar los casos y, probablemente, nunca varias personas llegarían a idénticas conclusiones, los condicionantes culturales en este punto son muy fuertes. En todo caso, una prima mayor o una vecina cariñosa puede allanar mucho el camino a un adolescente de quince años. ¿Podría ocurrir lo mismo cambiando los sexos? Pienso que sí, aunque existen más dificultades: los hombres somos unos cenutrios y los condicionamientos culturales castigan especialmente este tipo de relaciones. Quizá sea minusvalorar a mi propio sexo, pero pienso que la personalidad sexual de una mayoría de hombres no es la más apropiada para ayudar a que una adolescente se acerque al sexo por primera vez. También, la sexualidad de la mujer ha estado y está más reprimida, las jovencitas debía llegar vírgenes al matrimonio; este tipo de relación chocaría frontalmente con ese tabú. La sociedad que entiende que un adolescente practique el sexo, no entiende que lo practique una adolescente, menos que pudiera verse incitada a practicarlo por una persona mayor. Este ambiente cultural puede pesar en la adolescente y puede sumarse al sentimiento de haber pedido de forma pecaminosa algo irrecuperable. La pedofilia no tiene nada que ver con este tipo de relaciones más o menos extendidas, aunque sea tabú incluso hablar de ellas.
Nuevamente vuelvo a diferenciar a aquellos que por frustraciones, traumas, obsesiones se ven impedidos para vivir una sexualidad normalizada, de los que practican el sexo con naturalidad, con peculiaridades más o menos aceptadas o no. Esto no significa que existan dos grupos: los malos, los que sufren alguna patología sexual y los buenos, los que no la sufren. Se puede padecer una patología sexual y no cometer inmoralidades o cometerlas de tono menor, y no sufrir ninguna patología sexual y cometer todo tipo de tropelías. Los biógrafos no juzgan a Sade por los incidentes en los que se vio involucrado, porque acusar a alguien de haber mantenido amantes, frecuentar prostitutas, dar una azotaina a una de ellas, vivir una orgía con resultado de cólico, no son faltas suficientemente graves como para convertirle en un monstruo. Estos incidentes son utilizados por sus biógrafos para trabajosamente confeccionar una patología, convertirle en una especie de depravado sexual; pero alguien que en alguna ocasión haya tenido diferencias con una prostituta llegando a las manos no es un sádico; alguien que con ocasión de una orgía haya practicado la penetración anal con alguien de su mismo sexo no es homosexual; alguien que haya mantenido amantes y frecuentado los prostíbulos no es un depravado. Estos y otros lances, más o menos probados, serán más o menos censurables, pero no configuran ni una patología ni una personalidad depravada.
Volviendo a la pedofilia. El pedófilo tiene una personalidad sexual muy marcada, Sade no era un pedófilo. Para acusarle de pedófilo sus biógrafos se basan en el, por ellos denominado, “caso de las adolescentes” del que, ellos mismos admiten, no existe ninguna prueba.
Pauvert dirá:
...Hasta hoy ninguna información precisa ha venido a arrojar algo de luz sobre lo que tan bien ocultaron las murallas del castillo de Donatien.
Lever:
Pero se apresuran a describirlo en términos muy parecidos a estos de Du Plessix:
Al hacer cábalas sobre las bacanales celebradas en La Coste durante esas semanas de invierno, sólo cabe remitirse a las coreografías realizadas en primeras fiestas del marqués, así como a las proezas realizadas en los burdeles y preferencias de los nobles de la época: Flagelación con látigo y azotes de tiras; una buena dosis de sodomía, tanto homosexual como heterosexual; unas cuantas penetraciones en cadena (por primera vez hay muchas participantes lo bastante jóvenes para obedecer sin ofrecer resistencia). Hay que añadir otro elemento fundamental del erotismo que todavía no había quedado registrado en el repertorio sexual de Sade: el desfloramiento de cinco vírgenes.
Unos invierten tres páginas y otros veintitrés; pero, salvo excepciones, todos despliegan lo mejor de su imaginación para describir unos incidentes que, como veremos en capítulo aparte, afectaron principalmente a Renée (todo comenzó cuando Renée despide a una joven sirvienta acusándola de robarle objetos de plata).
Du Plessix describe las acusaciones que pesan sobre Sade a la perfección. Sade se las ingeniaría para (en presencia de Renée, con su beneplácito o su participación, nada se sabe) motar durante mes y medio toda una serie de orgías con los seis adolescentes, también hay un joven adolescente. No se sabe si los fuerza, los engaña, los compra o los convence; como tampoco se sabe nada del carácter de las orgías (ni siquiera se sabe que existieran), aquí la imaginación de cada uno es la que manda.
En ningún momento Sade mantuvo relaciones sexuales con menores. La más joven de sus amantes tenía veinte años cuando el tenía veintitrés o veinticuatro, la disputada actriz mademoiselle Colet, cortesana con mayor experiencia sexual que él. Las jóvenes del escándalo de Marsella eran prostitutas, se les supone una amplia experiencia sexual. El pedófilo lo que busca en las niñas es la inexperiencia, una mujer con experiencia le inhibe. Sade que admitió su libertinaje, se defendía diciendo que jamás había mancillado el honor de ninguna mujer ni puesto en peligro la salud de Renée, y Sade se defendió de las acusaciones en muy pocas ocasiones.
Y para Sade, probablemente, un adolescente de quince años ya no era un niño. Yo no entendería que un adolescente de catorce años estuviese formado para, en el frente, luchar cuerpo a cuerpo contra hombres que le podían doblar o triplicar la edad, y no estuviese formado, formada, para mantener relaciones sexuales. Por otra parte, el adolescente Sade mantuvo relaciones sexuales muy satisfactorias con una señora que le triplicaba la edad, recordemos su peculiar manera de aprender idiomas, no creo que tuviese una mala consideración de ese tipo de relaciones.
El principal problema con que nos enfrentamos, si atendemos a las insinuaciones de sus biógrafos, es conocer de qué le acusan. Es dificilísimo defenderse de rumores o insinuaciones, porque su vaguedad imposibilita la defensa.
Las descripciones más o menos pormenorizadas como la de Du Plessix y que son compendio de la tradición biográfica de Sade (más o menos todos, nuevamente decir que hay excepciones, recurren a descripciones parecidas), se descalifican por sí solas: si nada se conoce de lo que pasó tras los altos muros de La Coste todo son ”cábalas”; y ¿es posible que alguien se defienda de las “cábalas” que otros imaginen contra él? Si no se sabe qué pasó, ¿cómo contradecir esas cábalas? Al no existir datos, éstos no pueden aportarse para contradecir estas cábalas. Los detalles que cada uno de ellos aportan son producción de la imaginación más o menos viva de cada uno de ellos. “el caso de las adolescentes” debería constituirse, no en un proceso contra Sade sino en un proceso contra sus biógrafos: ¿es lícito incluir tus cábalas en una biografía? ¿puede tu imaginación definir la realidad?
Pero, soy incorregible, entro al trapo. Aceptemos como acto de fe la descripción de Du Plessix. ¿De que se le acusa?: ¿de pedofilia?, ¿de violación?, ¿de forzar a menores? ¿de prostituir a menores?, ¿de estuprar a menores?
Pocas veces un rumor se parecerá a esto: “Pedro robó el martes pasado la agencia bancaria de la calle Perico Perez”. Aquí, podremos deducir si robo o no tal banco, podremos comprobar si tal sucursal ha sido robada y las posibilidades de que fuese Pedro quien la robara. Los rumores, los más mezquinos, son siempre de este tipo: “¿No te extraña que Pedro maneje tanto dinero? Se dice que es dinero robado” Aquí se nos priva de la posibilidad de contrastar tal información.
“El caso de las adolescentes” no es el único. Sus biógrafos han emponzoñado toda su biografía de rumores tanto o más tendenciosos. También dedicaremos un capítulo a la supuesta relación de Sade con su cuñada. No existe posibilidad racional de que Anne, la hermana de Renée, se amancebase con Sade, únicamente una mente calenturienta podría hallar indicios, veamos uno de ellos, es de Pauvert:
Recapitulemos: un gentilhombre de treinta y un años, que parece haber renunciado a toda ambición, está instalándose en un castillo aislado con su mujer, sus tres hijos y su joven cuñada. No es necesario ser demasiado suspicaz para pensar que la situación es, quizás, un poco aventurada. Ahora bien, la madre de las dos jóvenes parece dar su bendición al arreglo.
Aun existe una forma más mezquina de divulgar rumores: “¿Sabes que se comenta que Pedro es un ladrón? Son rumores absurdos e infundados, pero... yo no le encuentro explicación al tren de vida que lleva”. En Pauvert, y en relación con este otro caso, el de “Sade y su cuñada”, podemos encontrar esto:
La leyenda del siglo xix en torno al marqués de Sade contaba que inmediatamente después del incidente de Marsella había raptado a su cuñada y había huido con ella a Italia en las circunstancias más novelescas. Paul-Louis Jacob cuenta con detalles cómo, después de haber ocultado su juego durante años, Donatien había organizado una bacanal en Marsella, de la cual hace un relato inspirado por Bachaumont: muchachas semidesnudas, ebrias de cantárida, que se libran «a las más infames prostituciones», se arrojan por las ventanas, etc. Después de lo cual Donatien, postrado a los pies de la canonesa, le habría hecho una declaración trémula:
«Os amo al punto de no poder vivir sin vos, dijo con todos los signos del dolor más vivo; sé que no me amáis; ¡sé que me despreciáis! Este pensamiento ha sido el conductor de mi crimen: estaba decidido a perecer, animado por la venganza que hubiera deseado ejercer sobre la humanidad entera; proyecté inmolar conmigo algunos miserables que habían perdido mi reputación atribuyéndome infamias que devuelvo a sus infames autores; con mis manos preparé el veneno; muchas personas han sucumbido; el azar me ha salvado, y ahora me haré justicia después de haberos dicho adiós, para escapar al castigo que me estaba reservado»...
Pero, evidentemente, se trataba de una trampa, del clásico chantaje de la desesperación, y el ardid dio resultado:
...«Una hora después, Mlle. de Montreuil, completamente pálida y temblorosa, estaba sentada junto al marqués de Sade en una silla de postas, a la que los amigos de éste se acercaban para felicitarlo por su conquista y presentarle sus votos de que la conservara por largo tiempo. La pobre señorita permanecía muda en el fondo del vehículo, donde su vergüenza y su rubor no tenían otro velo que una noche oscura apenas iluminada por algunas antorchas: el marqués triunfaba. /./ »Adiós, señores, dijo alegremente a los testigos de este rapto, haced como yo, penitencia: voy a fundar una ermita en Italia y adorar el amor perfecto././ »Los dos amantes partieron»...
Evidentemente, estas galanterías falsamente dieciochescas vistas por un romanticismo flamígero (Jacob escribe en 1837) nos hacen sonreír. No obstante, tenemos que repetirnos que ignoramos por completo lo que pudieron ser las relaciones entre Donatien de Sade y su cuñada, y que si ahora sabemos suficientemente sobre Sade y su entorno como para juzgar improbable la escena que se acaba de evocar (salvo en lo que concierne al chantaje, completamente en el estilo de Sade), lo cierto es que no somos capaces de sustituirla por otra.
¿Se puede ser aun más malicioso? Volvamos al “caso de las adolescentes”. Para componer este luctuoso suceso no disponen ni tal siquiera de rumores. No existen informes, no existen rumores; tampoco figura en la leyenda de Sade que se forjaría en el siglo XIX ya una vez muerto y como reacción a la imparable difusión de sus obras; Y, como ellos mismos reconocen, nada se sabe. Aquí no se hacen eco de rumores: directamente inventan; y se ven obligados a justificar que sobre sus elucubraciones no existan ni rumores ni documentos:
Gilbert Lely no está de acuerdo: «Semejante teoría no nos parece aceptable. Si se considera la amplitud del escándalo suscitado por los simples delitos de Arcueil y de Marsella y los aterradores relatos a los que dieron lugar, es difícil creer que ninguna auténtica fechoría hubiese podido quedar sin eco en la leyenda del marqués».
Los argumentos de Gilbert Lely no son válidos. Tanto en Marsella como en Arcueil se trataba de asuntos cuya publicidad se hacía a partir de las mismas instancias judiciales; a continuación la opinión pública los adornaba. En La Coste, en 1775 y 1776, el rumor quedó circunscrito a un pequeño círculo local, sin alimento oficial, y veremos cómo, inversamente a lo ocurrido en los procesos anteriores, todos los poderes se sumaron para sofocar hechos que jamás fueron abiertamente enunciados.[4]
En “el caso de las adolescentes”, como en otras acusaciones vertidas contra Sade, se aprecia que estos biógrafos no pasan de murmuradores ilustrados (se supone que ilustrados).
En espera de que la imaginación de alguno de ellos concrete cargos, que decida si Sade fue sadomasoquista, sodomita, impotente, fetichista, pedófilo o invertido pasivo; porque es imposible que en la misma persona cohabiten estas patologías, deberemos concluir que no existe nada patológico en su sexualidad. No hay que ser un sádico para describir sus tropelías, pervertido sexual para describir aberraciones sexuales o mujer para describir la sexualidad femenina. Quien tenga interés en diagnosticar a Sade una patología sexual deberá contentarse con explorar una poco probable y poco exótica dependencia al sexo. La terrible y legendaria sexualidad de Sade queda reducida a la historia de un hombre al que le gustaba follar, que folló mucho y folló bien, algo que muchos no están dispuestos a perdonarle